Entrevista con Vicente Rojo


Vicente Rojo

El constructor de volcanes

El consagrado pintor, escultor y diseñador hispanomexicano (Barcelona en 1932), que afirma haber nacido dos veces, evoca, en esta entrevista exclusiva para Con-Fabulación, momentos determinantes de su formación sensible, reflexiona sobre la llamada Generación de la Ruptura y propone la importancia de la dificultad del arte, y la imperativa necesidad de rendir tributo a nuestras fuentes, a nuestras influencias.
Aquí la conversación con ese ser que para Juan Rulfo siempre fue un ejemplo de “moral artística”.



—Jamás he podido olvidar el estrépito de los militares, las banderas y gritos de ese distante 19 de julio de 1936. La fiesta unida a la tragedia que ha determinado todo en mi vida... Desde entonces sé que el primer recuerdo nunca es venturoso y que la memoria habla en el idioma del fuego.
Dice con voz suave Vicente Rojo, el laborioso artista mexicano nacido en dos países, quien a sus cuatro años de edad debió presenciar desde la ventana de su casa el Golpe liderado por Francisco Franco, que derrocaría al carismático Frente Popular y condenaría para siempre aquel fugaz paraíso republicano, que despertó numerosos ecos en el mundo.
—A pesar del abrasante verano recuerdo esa fecha bajo las tinieblas. Los soldados gritando, los cantos, el miedo desatado, la desolación unida a la euforia. Durante la dictadura supe que algunos nefastos individuos pueden acabar con todo, incluso con las estaciones.
Su tío, el General Rojo (cuya intensa vida parece extraída de una novela de André Malraux), fue el aguerrido comandante encargado de dirigir la defensa de Madrid ante el avance de las fuerzas falangistas en la Guerra Civil, y luego de un exilio en Francia, Argentina y Bolivia, regresó a España para padecer un doloroso proceso por rebelión militar hasta el fin de sus días. 
—Por ser sobrino de una figura legendaria que se opuso al oscuro régimen, gocé de algún prestigio entre mis compañeros libertarios pero también viví entre la zozobra y la desdicha, en aquellos eternos tiempos sin color. En España sin embargo comencé a estudiar dibujo y cerámica, es decir que construí mis primeros juguetes, pero luego al cumplir los diecisiete años (en 1949), partí hacia México en busca de mi padre, como en Pedro Páramo, ahora que lo pienso...
La famosa generación de trasterrados españoles que incidieron tanto en la cultura mexicana había llegado una década antes, en tres barcos: Sinaia, Mexique e Ipanema, en busca de un destino menos aciago, aceptando la solidaridad del legendario presidente Lázaro Cárdenas.
—Yo llegué años después del arribo de esos notables refugiados socialistas y anarquistas, y vine a aprender no a enseñar. Por otra parte soy uno de los numerosos seres para quienes la escuela siempre estuvo vinculada al miedo. De niño, cuando mi profesor descubrió que era zurdo, me obligó a atarme la mano izquierda; razón por la que decidí inmovilizar mi brazo derecho. Y esa rebeldía me hizo pintor. A veces creo que por mi condición de zurdo pienso al contrario de las demás personas y debido a aquello las técnicas del grabado me son esenciales, porque es como si en la obra gráfica dibujáramos en un espejo debido a que la impresión invierte la imagen elaborada… Y cuando arribé a estas tierras, jamás he podido olvidarlo, lo primero que advertí fue su poderosa luz, su limpia claridad.
Dice el artista que afirma como Dionisos haber nacido dos veces, la primera en la sombra de la España que se sumiría en una dictadura de treinta y seis años, y la segunda bajo el insobornable sol azteca.
—Aquí el Sol todavía es un dios, Vicente. Por eso al llegar a México recobraste los colores y se nota que desde entonces los llevas encima, igual que la luz…
Interviene con voz profunda la periodista mexicana María Cortina, quien me acompaña, y mientras él asiente la observo liberándose del arcoíris que envuelve su cuello y acomodando su pelo dorado.
—¿Viste lo que ella hizo con los colores? —pregunta el artista con acento dulce y continúa reflexionando—: Decía que al asumir este paisaje me sentí iniciado por la luz y luego por el fuego, como puede constatarse en mi reciente serie Volcanes inventados. Allí pretendo hallar la imagen estructural de esa deidad llameante, a partir de las revelaciones de la geometría. No me interesa representar esas venerables montañas poderosas, sino construir una a mi escala, a partir de un cono o de una pirámide, e intentar así transmitir su alma, su espíritu insumiso.



Vicente Rojo: Serie "Encuentros"



En busca de esa forma arquetípica de la geología (distante del tímido y andrajoso volcán “donde con frecuencia se evocan los amantes”), en pos de la figura incomparable y simplificada por nuestro inconsciente, y no de la que subyuga el paisaje con su sombrero de vapor y su amenazante fumarola, Vicente Rojo ha asediado este tema telúrico con una prolífica serie de esculturas y grabados, que fue creciendo y que incluso ya ha sido expuesta en museos y galerías de su país adoptivo, porque “las patrias deben elegirse en forma tan voluntaria como irracional, igual que los amores”.
Pero antes de intentar esa humana construcción de los volcanes, el artista había asumido otras notables series a lo largo de su fecunda carrera creativa, regidas por una misteriosa matemática durante periodos de cinco o diez años. Del conjunto de obras aunadas en Señales (1966-1972) que insinúan enigmáticas huellas de una civilización original extraídas de la geometría básica, a su corpus Negaciones (1971-1974) donde nos enfrentamos a un signo espacial que obstruye nuestro acontecer y que a veces propone un interdicto religioso; de su misteriosa colección Recuerdos (1976-1979) donde aflora la fuerza de lo marchito y el trabajo arrasador del mar, a su summa titulada México bajo la lluvia (1980-1989) en la que el agua alcanza su fascinante simetría y ofrenda al contemplador sigiloso la sensación de un infatigable fluir; de su múltiple legado Escenarios (1989-2007) que sugiere un ritual dispuesto a comenzar, a su serie Escrituras (2006-2013…) donde asistimos a la invención de un alfabeto arterial, es posible advertir que el trabajo de Vicente Rojo, de ciclos tan definidos, conforma una de las obras representativas de nuestra contemporaneidad.

Vicente Rojo, serie “Negaciones”

—En Escrituras, mi última exploración, he rendido tributo a varios personajes que me han legado sus asombros. Los mensajes escultóricos enviados a Lowry, Brancusi, al discreto Morandi y a la épica onírica de Kurosawa, son señales de amor; así como las cartas pictóricas a Conrad, Fritz Lang y a la bella niña que trasnochaba a Carroll: Alicia Lidell. Creo que la salamandra comienza a morderse la cola y que estoy regresando a mis fuentes, y agradeciendo a quienes desde mis orígenes expresivos iluminan mi vida. Soy una de las pocas personas que todavía sienten la intensa necesidad de decir gracias.
A mediados de los cincuenta la Escuela Mexicana de Pintura parecía agotada. La temática social, nacionalista y revolucionaria de Orozco, Rivera y Siqueiros, quien había proclamado con arrogancia: “No hay más ruta que la nuestra”, daba paso al denominado Colectivo de la Ruptura, al cual según la crítica, pertenece nuestro personaje.
—Éramos un grupo heterogéneo, inconexo, aunque coincidíamos en que estábamos aburridos de mirar hacia dentro. Fue entonces cuando el cine, la pintura, la poesía y el teatro se integraron, despertando de un largo letargo y decidimos ver lo que ocurría en otras latitudes, afuera de nuestro territorio… por lo cual es más sensato decir Generación de la Apertura. Pero la crítica se nutre siempre de categorías falaces...
Allí estaban Manuel Felguérez con su pintura escultórica y su escultura pictórica; José Luis Cuevas y su estética de lo monstruoso; Alberto Gironella, maestro del collage y la composición; Fernando García Ponce y el espacio en caos; Roger Von Gunten cuyas obras parecen pintadas bajo el agua; Lilia Carrillo con su fantasía geológica; el ruso Vlady quien soñaba con empezar de nuevo la pintura; Enrique Echeverría que falleció en plena metamorfosis; Francisco Toledo, el lúcido artista chamánico quien para algunos culmina esa generación, y por supuesto Vicente Rojo, poeta de la geometría, “ejemplo de moral artística” según palabras de Juan Rulfo.
—Todos somos engendrados por la luz de nuestros antecesores, no podemos olvidarlo. Las influencias son necesarias y el artista debe convocarlas, pues configuran nuestro jardín interior. A veces, cuando termino un cuadro me pregunto si le gustaría a Paul Klee, a Jasper Johns o a Rothko. Debemos recordar de dónde venimos, es un ejercicio de modestia. La generación que me precedía fue esencial y le rindo con frecuencia tributo. Siempre he creído que Rufino Tamayo estaba endemoniado por el color y todavía trato de comprender como opera su fuerza. En una ocasión observé pintar a Juan Soriano, verdadera experiencia de prestidigitación. Vi como aparecían y desaparecían objetos y formas al paso de su pincel. Todavía me pregunto si fue un artista o un mago.
Precedido por grandes creadores, Vicente Rojo menciona con énfasis a Pedro Coronel quien parecía pintar con luz negra, al húngaro Günter Gerzo quien cortaba los planos como si fuesen frutas, al guatemalteco Carlos Mérida quien decidió avanzar hacia el origen (inventando figuraciones precolombinas que jamás habían visto la luz)…



Vicente Rojo: "México bajo la lluvia"


—No podemos olvidar de cual constelación venimos, reitero, es por allí que empieza la justicia. Sin embargo yo soy un simple diseñador que a veces se entrega a la pasión de comunicar verdaderamente, y entonces debe hacer aquello que llaman con arrogancia “obras artísticas”, pues en ellas habita un mensaje que es más integral, quizá más profundo, que incita a una meditación que no tiene fin. A comienzos de los sesenta me hice diseñador gráfico, maquetista, lo cual me ha servido para dialogar con lo real, para perfeccionar mi elementalidad, y ejercer mi función social de expresar algo instantáneamente. Si no existieran los árboles: los pájaros no sabrían que vuelan; por eso es necesario para todos los hombres descender, aterrizar en el lodo, hundirse en la tierra…
Esa sencilla visión del mundo lo llevó a trabajar en la Revista de la Universidad que orientaba García Terrés y en el suplemento México en la Cultura. Viajando obsesivamente en las dos corrientes creativas le fue otorgado el Premio nacional de Diseño en 1991 y el de Artes, así como también la Medalla de Oro de Artes de España y en 2012 el galardón Carlos Monsiváis al Mérito Cultural, entregado en el marco de la Feria del Libro del Zócalo.
—Siempre me resistí a los premios, a los homenajes. Un día Octavio Paz me dijo que eran accidentes felices, lo cual alivió un poco mi conciencia. Con respecto al trabajo como diseñador, que me parece fundamental, fui pionero, desde luego por ignorancia, como ocurre casi siempre, al crear la Editorial Era, pues le dimos un espacio a grandes escrituras en nuestras colecciones… Luego otros dementes fundaron Siglo XXI y Joaquín Mortiz; y es importante decir que allí publicábamos lo más interesante que se escribía en México, pues lo que lanzaban las grandes casas, como sigue siendo todavía, es lo más comercial e intrascendente de toda cultura.
Durante décadas diseñó incontables carteles, concibió la estructura gráfica del periódico La Jornada, también las portadas de numerosas revistas y libros, como la edición conmemorativa de Aura de Carlos Fuentes, Las horas muertas de Bárbara Jacobs, las imágenes para la Antología de Poesía Náhuatl realizada por León-Portilla, Circos de José Emilio Pacheco, la edición más conocida de Cien años de soledad publicada por Suramericana y el experimento Discos visuales: poemas creados en alianza con Octavio Paz.
—He sido privilegiado por la amistad de García Márquez desde hace cinco décadas. Debido a un retraso en el correo, mi carátula de Cien años, no alcanzó a llegar a Buenos Aires para la primera edición, pero se publicó en la segunda, y en las siguientes, convirtiéndose en una imagen icónica. Recuerdo que en España había salido El coronel no tiene quien le escriba, en una edición infame, por decir lo menos, donde los correctores habían mancillado su estilo, llenando la novela de “españolismos”, lo que ocurre con frecuencia en ese país, y entonces yo le ofrecí resarcirse con una publicación cuidadosa en Era, y así lo hicimos.
Vicente Rojo ha publicado una veintena de libros de su autoría, prologados o en colaboración con grandes escritores como Carlos Monsiváis (“Doctor Honoris Causas Perdidas”, como solía decirle), José Emilio Pacheco, Álvaro Mutis… Y también numerosos ensayistas y poetas han explorado su obra: Luis Cardoza y Aragón en Trazos, Max Aub en Cuerpos presentes, Salvador Elizondo en Cuaderno de escritura, José Ángel Valente en Elogio del calígrafo, y Juan García Ponce, su más fiel crítico, en La aparición de lo invisible, Nueve pintores mexicanos y Las formas de la imaginación, entre otros textos.
—Juan dijo una vez sobre mi trabajo: “La más profunda intención de su pintura es la revelación de la materia como un elemento vivo”. Espero que haya tenido razón. Los críticos nunca son tan lúcidos como los poetas frente al arte. En una ocasión, luego de padecer un ataque al corazón lo visité; él estaba en su eterna cama de enfermo. Después de preguntarme por mis dolencias que no eran tan graves como las suyas, fiel a su generosidad, me dijo: “No te preocupes, Vicente, somos eternos”. Un día escribí un texto (de los pocos que he escrito pues la palabra me es esquiva) y me pareció que debía leérselo a esa figura grande de las letras hispanoamericanas. Cuando terminé de arrastrar mis palabras vi que a García Ponce se le deslizaban las lágrimas. Era suficiente, con ese conmovedor acto me confirmaba secretamente, y para siempre, que desde ese día ya no éramos eternos.
La conversación se interrumpe ante su grave evocación. Luego nos levantamos en silencio a ver sus cuadros elaborados con polvo de mármol y arena, que producen una sensación arqueológica y siempre enuncian el sutil pero devastador vuelo del tiempo sobre el lienzo, sobre la vida. Contemplamos sus misteriosas figuras geometrizadas, ese equilibrado color que el pintor extrae con tanta tenacidad de las profundidades –como lo hacen con el petróleo, pienso– para animar sus texturas inquietantes, sus ideas matéricas.
—Concibo la pintura como un trabajo en rotación, inicio el mismo día cinco o más piezas que voy desarrollando aleatoriamente, según mi júbilo o mi angustia. Sin embargo es importante mencionar que tengo el hábito perverso de inventarle problemas al espectador que se acerca a mis obras. Creo en la necesaria dificultad del arte, sé que allí se propicia el diálogo de la soledad del artista con la soledad del contemplador. Desconfío de toda facilidad, del mensaje directo, que tantas veces permite que una poderosa obra se convierta en vano producto...
El hacedor nos insta a palpar los relieves de sus lienzos. Con temor dejo que las yemas de los dedos avancen por las cicatrices que dividen los planos y siento el eco de sus reflexiones: el arte como pregunta, la convicción de que lo esencial enfrenta al tiempo, la propuesta de una pintura hecha con elementos contradictorios, la certidumbre de pertenecer a la extraña horda que intenta transformar la realidad, la fuerza del poema que irrumpe en la reiteración; pensamientos que me adhieren a su búsqueda.
—Un artista, para mí, es quien siempre está comenzando.
Afirma con su característica delicadeza. Después de ese pensamiento es difícil seguir. Caminamos hacia la salida y al abrir la puerta nos enfrentamos indefensos al poderoso cíclope solar que hace más de sesenta años le otorgara su segundo nacimiento. La celosía de la fachada de su estudio, de la calle Presidente Carranza, me recuerda una foto del artista, publicada en diversos medios, realizada desde un ángulo superior. Entonces le pregunto por la ubicación de sus más grandes montañas de fuego, pues me interesa verlas como un ejercicio de aproximación a una de sus pasiones medulares, a su determinante obsesión como constructor de volcanes. 


Vicente Rojo, “País de volcanes”

—Esos gigantes geológicos me perturban y creo que las pirámides son una emulación humana de su grandeza. En el Paseo Escultórico de Coyoacán se encuentra mi Volcán encendido de diez metros de altura. En Ciudad Nezahualcóyotl está un enorme Volcán iluminado. Frente al Museo de la Tolerancia, en la Plaza Juárez, hay una escultura compuesta por más de mil volcanes situados en un espejo de agua... Allí la idea no fue que el líquido se deslizara entre esas figuras piramidales que conjuntan el agua con el fuego, sino que vibrara, que imitara su movimiento telúrico, para lo cual debimos trabajar con secretos surtidores de aire; a esa obra la llamé “País de volcanes” y es un homenaje a mi México, febril y misterioso.
Debíamos partir a Puebla. Nos despedimos cálidamente y el artista prometió enviarme algunos de sus libros. Sin embargo, dos días después, antes de regresar a Colombia, atravesé el “Cuadrado de García Lorca” que conduce a la plaza Juárez, para visitar la monumental creación que Rojo mencionara y que permanece vigilada por dos colosales esculturas de su querido Juan Soriano. La enorme fuente estaba en mantenimiento y varios niños jugaban entre los incontables volcanes rojizos de concreto. Estando allí, le pedí a María Cortina –quien había decidido acompañarme hasta el fin de este periplo periodístico– su teléfono para saludar a Vicente, y entonces, luego de expresar mi gratitud por haber imaginado y forjado esa fascinante obra que desde hace diez años ilumina el centro de la capital mexicana, lo escuché decir:
 —Para qué pierdes tiempo persiguiendo mis precarias creaciones. Una vez afirmé que al mundo no lo mueve la economía sino la poesía y ahora lo reitero. Te daré un consejo: busca una cantina y bebe un tequila a la salud de lo poético.
Sentí sabiduría en sus palabras y no pude desobedecerle.

Vicente Rojo nació en Barcelona en 1932. Su obra ha sido expuesta en el Museo Universitario de Ciencias y Arte (México, 1973), en la Universidad de Texas (Austin, 1978), en el Museo de Arte Moderno (México, 1981 y 1996), en la Biblioteca Nacional (Madrid, 1985), en el Museo de Arte Carrillo Gil (México, 1990), en el Klingspor Museum (Francfort, 1992), en el Museo Casa de la Moneda (Madrid, 1996), en el Museo Nacional Reina Sofía (Madrid, 1997), en la Tecla Sala (Barcelona, 1997), en el Círculo de Bellas Artes (Madrid, 1997) y en el Museo José Luis Cuevas (México, 1998 y 2001)... Le ha sido otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes, el Premio México de Diseño, y la Medalla al Mérito en las Bellas Artes (España). En 1992 la Asociación Internacional ICOGRADA le otorgó el premio de Excelencia en Diseño Gráfico, y en 1993 fue designado personaje Emérito por el Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 1998 la UNAM le concedió el doctorado Honoris Causa.