La intervención del espejo


Por Alejandro Ovalles Bonilla

Alejandro Ovalles Bonilla (San José del Guaviare, Colombia, 1980) es Licenciado en Letras Modernas por la Universidad Tecnológica de Santiago (República Dominicana) y Magíster en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá). Es autor de los libros Abrapalabra (Educar, 2010), Innovación lectora (Pearson, 2011) y El sueño de Alicia (Colección Los Conjurados, 2011). Actualmente es profesor de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana.

No tiene mucho sentido contar la historia de Max. La suya es una historia acababa. Él está muerto. Sin importar cómo rescate la memoria de los acontecimientos recién pasados ni cómo los presente, al menos todos los acontecimientos relacionados con su muerte, será imposible suavizar el fatalismo de una historia con un destino concluido. Podría haber dejado la muerte para el final, o haber avanzado hasta los días felices antes de la muerte, pero no hubiera sido honesto con él.
No quiero que esta historia se lea como un relato de ficción, de hecho no lo es, es más bien un testimonio. Es terrible la palabra testimonio, en este país suena a víctimas y a reparaciones. Estuve a su lado desde que empezó a presenciar las imágenes, lo acompañé en su desesperación inicial y en la plenitud que sobrevino a la angustia. Así las cosas no puedo jugar con la presentación de los hechos, sembrar datos aislados, ocultar información; aquí no puedo suponer que desconocía la muerte de un sujeto inventado por mí mismo para hacer más amable el relato, o para sorprender al lector con la noticia de su muerte en el momento más feliz de su vida.
Pienso que este arranque de honestidad podría desembocar en una historia cínica que niega toda posibilidad de ser feliz. Max era joven y su muerte fue lenta, desgarradora y convulsa. Definitivamente podría evitar avanzar hasta su muerte y falsear el final, permitir el acceso que él estaba seguro de alcanzar; podría, de algún modo, recobrarlo para la vida, no para ésta sino para aquélla que intentaba alcanzar cuando murió.
El hecho de haber podido cruzar al otro lado del espejo, sin necesidad de cargar con su cuerpo, es coherente con todo lo que me decía, pero yo no comprendo la existencia sin el cuerpo. Él sí. Me decía que el cuerpo era precisamente lo que más nos exponía como objetos existentes, lo que más nos alejaba de ser, en sí, para uno mismo al margen del cuerpo. «¿Y el cuerpo propio no es uno mismo?», le preguntaba con toda mi ingenuidad de electricista, así él llamaba mi oficio.
Max solía reír mucho en nuestras conversaciones. Toda su filosofía de la liberación y su formación teológica de jesuita era aterrizada en términos de mi saber electromecánico. Si algo comprendo de metafísica y sobre existencialismo (únicos temas que llegaron a interesarme medianamente), se lo debo a él. Que a mí me interesaran pocos asuntos de los que él sabía, a él lo tenía sin cuidado, de todos modos me lanzaba sus discursos elevados sobre «cuanto no vemos pero es», como él decía. Confieso que algunas veces me conmovía su convicción, la certeza que tenía sobre ciertas cosas, pero sobre todo su capacidad para explicárselas a un ingeniero de mentalidad estrecha como la mía, a un electricista.
En cambio a él sí le interesaban mis asuntos, sobre todo aquellas habilidades de utilidad aplicable, de pragmatismo evidente. «Se le salió el jesuita», le decía siempre que quería saber cómo hacer algo. En su ética personal cabía la posibilidad de robar señal de televisión por cable. Estaba cansado de no poder ver los partidos de la Liga que se transmitían por televisión cerrada. En los años jóvenes de aspirante a teólogo en Madrid aprendió a querer al Real. Ahora, graduado y después de renunciar al ordenamiento sacerdotal, dedicado al ejercicio laico de la promoción de la sabiduría (no del saber), que para él era más importante que el de la fe, porque a ella era imposible llegar sin sabiduría, se había instalado en un apartamento pequeño que disimulaba bien el lujo del mobiliario.
No perdía oportunidad para reprocharle socarronamente su gusto por la buena vida, la comodidad, la mesa espléndida…, además de cierta vanidad contenida. Pero la renuncia al sacerdocio no tenía nada que ver con su incapacidad para vivir parcamente en un seminario o en un claustro universitario, tenía que ver con contradicciones categóricas e insalvables entre su pensamiento libre y la fe católica. A pesar de todas las imposiciones ortodoxas que históricamente la Compañía de Jesús había demolido, había dogmas que no estaban en discusión, y que ni siquiera esta congregación (tildada de libertina infinidad de veces) estaba en capacidad de cuestionar aunque tuviera todos los argumentos necesarios para hacerlo.
Lo que la mayoría de seminaristas decide en un año, ser o no ser sacerdote, a Max le tomó tres. Fueron tres años intensos, catastróficos espiritualmente, en los que varios amigos de la Compañía tuvieron que intervenir para conseguir este tiempo de espera. Lo peor del asunto fue la decisión final: no se ordenaría como sacerdote. En todas las conversaciones anuales con sus mentores, siempre lo vieron más de su lado que del lado del mundo. Cuando murió, hacía apenas tres meses que se había vencido el tercer año. Llevaba tres años y tres meses de haber regresado de Madrid. Todo este tiempo estuvo trabajando para la universidad de la Compañía. La herencia de su madre, que se mantuvo tres años en vilo (no se sabía si le pertenecía a él o a los jesuitas), le alcanzó justo para comprar y amoblar el apartamento.
Iba a cumplir veintiséis años. Murió el primero de abril. Cumplía el once. Conocí a Max en enero. Yo era el ingeniero a cargo, entre otras cosas, de la sincronización de los ascensores del edificio en el que compró su apartamento. La amistad, breve e intensa, fue decisiva en la vida de cada uno. Por una especie de comunión de espíritus pudimos abreviar todo el protocolo de las amistades nuevas, y desde el primer día nuestra comunicación fue esencial, sin accidentes, sin rodeos.
Nos conocimos en el lobby del edificio, ahí estaba la tarjeta madre de los ascensores. Él había bajado a preguntar por qué el citófono no funcionaba y por qué no le llegaba agua caliente. Sólo había vigilantes en el lobby y nadie de mantenimiento estaba disponible para ayudarle. La administradora acababa de irse. Le expliqué el sistema de caldera central que bombeaba el agua caliente a las tres torres. Luego fuimos a revisar el panel principal de telefonía, que integraba el de comunicación interna del edificio. El cabezal del cable que conectaba el citófono de su apartamento estaba mal fijado. Corregí el desajuste y le dije que ya estaba, que para lo del agua caliente sí tenía que esperar a los de mantenimiento o a la administradora para reportarle el daño.
Me pidió que lo acompañara al apartamento para verificar que el problema estuviera resuelto. El apartamento era bellísimo, muy iluminado, apenas con los muebles y objetos necesarios, todo en su lugar. No se sentía como un apartamento pequeño. Le dije que me gustaba, me distraje un momento. Pensaba que había entrado a varios apartamentos del edificio, pero no me había fijado en ninguno. El diseño del edificio era de un amigo mío y lo había visitado (al edificio) desde hacía tres años cuando comenzó a construirse. Había asesorado, como contratista de la constructora de mi amigo, todo el diseño de redes. Casualmente ahora la empresa para la que yo trabajaba me asignaba la calibración de los ascensores de este sitio. Noté mi distracción y sacudí la cabeza: «¿Dónde están las llaves de registro del agua?», le pregunté. «En el pasillo», sonrió Max, consciente de que acababa de aterrizar. Revisamos las llaves, la del agua caliente estaba cerrada. Regresamos al apartamento, efectivamente ya había agua caliente.
Desde entonces nos vimos todos los días. Para Max seguramente sería doloroso saber que nuestra amistad estuvo marcada, al principio y al final, por acontecimientos banales, cotidianos, rutinarios y completamente alejados de sus intereses más queridos. Las imágenes empezaron a aparecer después de otro asunto corriente, por los días en que me preguntó sobre la posibilidad de robar señal de la televisión por cable para poder ver todos los partidos del Real Madrid. Me dijo que debía haber algún «truco» para alterar los decodificadores que le había dejado la empresa de televisión contratada. Le dije que no, que un decodificador sólo era un receptor-transmisor de señal, pero que en él no venía programada ninguna restricción. Eso sólo se podía hacer desde la central de comunicaciones de la empresa. Bastaba llamar y solicitar el paquete de partidos de transmisión cerrada.
Llamamos esa misma tarde, el asesor de la empresa explicó que para poder hacer el cambio de plan (sin ningún costo) había que contratar un servicio adicional, que podía ser más megas para la conexión de internet, o los canales en alta definición; además había que cambiar los decodificadores. Pero que si tomaba la decisión, mañana sábado en la mañana el cambio quedaba realizado. A pesar de que el costo de la suscripción, contratando cualquiera de los dos servicios ofrecidos, se elevaba considerablemente, Max dijo que sí. Tomó los dos servicios, que nunca los ofrecieron juntos (era uno u otro), pero que salían por el mismo precio que habiendo tomado sólo una alternativa.
El sábado cuando llegué, casi a las diez de la mañana, ya estaba todo listo: habían cambiado los decodificadores, ampliado la conexión a 10 MB, habilitado los canales que transmitían los partidos para televisión cerrada y también los de alta definición. Todo lo habían hecho la misma tarde del viernes unos hombres vestidos de gris, sin ningún tipo de identificación, pero cuya eficiencia atenuaba todas las circunstancias extrañas en que aparecieron: además de no portar carnets visibles, ni logotipos en los overoles, no habían sido anunciados. Timbraron, saludaron inexpresivamente, como autómatas, según me contó Max, le extendieron unos papeles en los que debía autorizar con su firma los cambios que se harían, e hicieron todo rápido y bien. Quizá si me hubiera quedado esa noche hubiéramos sido más precavidos, nos hubiéramos dado cuenta de la suplantación y evitado la instalación de los dispositivos inalámbricos en los espejos del apartamento.
Max murió diez días después, acosado por las imágenes de los espejos. Como todo estaba en orden, no llamamos a la empresa para confirmar la veracidad, más bien la legalidad, de la visita. Después de su muerte empecé a descubrir cosas, además de aquellos dispositivos que sólo entonces descubrí. Fue difícil establecer comunicación con la empresa. En principio se negaron a verificar cualquier información porque yo no era el titular del contrato. Cuando por fin el gerente de servicio de la zona comprendió que había una muerte relacionada con el asunto, accedió a revisar la solicitud de ampliación de canales. Sí existía el registro de una llamada del titular del contrato, pero para solicitar la terminación del mismo. En las notas de la llamada había quedado registrado que el asesor le había ofrecido a Max varios servicios adicionales gratuitos para que no cancelara la suscripción, pero que su decisión fue suspender el contrato. No averigüé más, tampoco le dije al gerente que eso era absurdo porque el servicio aún continuaba activo.
Era cierto, aquella tarde Max no me llamó para consultarme nada, sabiendo que no se trataba de un asunto transparente. Sólo hasta la mañana siguiente me contó todo. Había vuelto a llamar para suspender el contrato (podía hacerlo dentro de los primeros tres meses), y había hecho una nueva llamada para contratar otro operador, el de los hombres de overoles grises. En el estudio, en el tramo más alto de la biblioteca, encontré la copia del documento que había firmado cuando llegaron. La dirección de internet asociada en el documento sólo cargaba este mensaje: Error 411: happiness not found. ¿Se trataba de una broma negra? En los teléfonos de la empresa respondía una voz grabada con el mismo mensaje: Error 411: happiness not found; y en la dirección donde debía estar el edificio sólo había una puerta de madera vieja empotrada en un muro blanco con un graffiti enorme mal garabateado: Error 411: happiness not found.
Cuando llegué la mañana del sábado Max todavía estaba dormido. Hacía pocos días me había dado una copia de las llaves del apartamento. Entré y le preparé el desayuno mientras despertaba. Estaba cansado, no había dormido bien, se veía nervioso, como asaltado por las imágenes de presencias invisibles. Ahora puedo describir su estado de este modo porque conozco todo lo que ha pasado, pero entonces sólo me pareció un poco desequilibrado, en un estado distante de su serenidad de siempre. El desayuno le puso los pies en la tierra y me contó todo lo que había sucedido la noche pasada.
Después de que los hombres se fueron, sintió sobre él todo el cansancio de la semana. La presencia de aquéllos, además, había dejado el apartamento cargado de una energía que enrarecía su atmósfera diáfana. Max tenía una sensibilidad infalible para descubrir el aura de los extraños, por eso abrió las ventanas, encendió velas, puso música, cocinó, releyó los Seis cantos para una sola muerte de Mieses Burgos, para conjurar de algún modo la presencia oscura que habían dejado los hombres al marcharse. Al final de todo se bañó y, al salir del baño, vio las imágenes por primera vez.
Había salido desnudo a la habitación. Ya había cerrado todas las cortinas y dispuesto todo el apartamento para irse a dormir. Se vistió el pijama frente al espejo de cuerpo, situado en el margen izquierdo de la cabecera de la cama. Estaba distraído, como ausente, y por eso no había visto que el espejo no funcionaba como siempre, devolviéndole su imagen, sino que la imagen empezaba a moverse y a parpadear como la de un televisor sin señal. Al principio reconoció las franjas verticales, negras y grises, de su pijama. Pero no era eso lo que le mostraba el espejo ya intervenido en ese instante. Las franjas horizontales del espejo, ahora más estables, empezaron a dejarle ver, con intermitencia, un bosque lleno de niebla en pleno día. No supo cuánto tiempo estuvo frente al espejo. Cuando recuperó su propia imagen en el reflejo, tuvo la sensación de que todo el apartamento había estado inundado de bruma. Sintió frío y se fue a dormir. Todo esto tenía que ser efecto del cansancio.
Me dijo que, aunque ahora se sintiera angustiado, la noche anterior nada le había producido angustia, sino más bien cierto confort que había terminado de despejar el apartamento de todas las vibraciones oscuras que habían dejado aquellos hombres. Las imágenes del bosque a plena luz siguieron apareciendo todos los días, alternándose con otras, en diferentes horas del día. Yo mismo nunca pude verlas, pero estoy seguro de que Max sí las veía, de otro modo su fisiología no hubiera desmejorado con ese vértigo de pájaro muerto. Era como si cada día le fuera robando el cuerpo y la serenidad a pedazos. Max, que aunque delgado siempre se veía fuerte y vital, se convirtió en diez días en un manojo escuálido y demacrado hecho de sobresaltos.
Las demás imágenes siempre vinieron después de la del bosque de niebla. Inconexas en el sentido de que no aparecían las demás como continuidad del paisaje, o como resultado de una toma continua, sino separadas por la intermitencia del espejo sin señal. La segunda imagen siempre era la de un mar lejano enmarcado por una ventana entreabierta. La tercera era la de una mujer con un vestido antiguo de novia, que dormía sobre una cama enorme en una habitación llena de luz. La cuarta imagen era la de la misma mujer, parada frente a Max en el reflejo, acomodándose el vestido y el cabello; luego la mujer iba hacia el fondo de la habitación y tomaba un sombrero y un paraguas, para desaparecer por una puerta que Max no alcanzaba a ver. La última imagen era la de una playa con mal tiempo: llovía y había nubes bajas. Aunque Max no la veía, sabía que la mujer caminaba sobre la arena, entre las nubes, con el sombrero puesto y el paraguas abierto.
Las imágenes siempre se repitieron en el mismo orden, con el mismo ritmo casi detenido, con la extensión necesaria para llevárselo. Max nunca interrumpió la secuencia completa de las imágenes que el espejo le devolvía en blanco y negro, como si fueran su propio reflejo. Las imágenes siempre le dejaron la sensación de que alcanzaban a invadir su apartamento. En los últimos días casi que cambió la percepción de su espacio. Desde la ventana de la sala ya no veía las otras torres de edificios: veía el mar, un bosque, una mujer y una cabaña.

Éste debe ser el momento donde debo falsear el relato y pretender que Max no ha muerto.