No. 449, Adiós a Derek Walcott

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ADIÓS A DEREK WALCOTT PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1992 



Santa Lucía (Antillas Menores) 23 de enero de 1930 – 17 de marzo de 2017


DESENLACE

Yo vivo solo
al borde del agua sin esposa ni hijos.
He girado en torno a muchas posibilidades
para llegar a lo siguiente:

una pequeña casa a la orilla de un agua gris,
con las ventanas siempre abiertas
hacia el mar añejo. No elegimos estas cosas.

Mas somos lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
dejamos caer el peso pero no nuestra necesidad
de cargar con algo.

El amor es una piedra
que se asentó en el fondo del mar
bajo el agua gris. Ahora, ya no le pido nada a
la poesía sino buenos sentimientos,

ni misericordia, ni fama, ni Curación. Mujer silenciosa,
podemos sentarnos a mirar las aguas grises,
y en una vida inmaculada
por la mediocridad y la basura
vivir al modo de las rocas.
Voy a olvidar la sensibilidad,
olvidaré mi talento. Eso será más grande
y más difícil que lo que pasa por ser la vida.


NUNCA Y SIEMPRE ES TIEMPO DE LA POESÍA

Por Mario Amengual*

A una convicción que me hizo suya en mi adolescencia y a la lectura de los discursos de algunos escritores al momento de recibir el Premio Nobel de Literatura, se deben estas líneas que corren a partir de un título paradójico. Se trata, si acaso es necesario denominarlo, de un ejercicio en el que tomo prestadas las palabras de indudables poetas de nuestro tiempo o, visto de otro modo, con legítimo derecho de lector las hago mías y procuro conjugarlas con palabras menos afortunadas: las que, para bien o para mal, me han asistido.
Primero, éstas de Derek Walcott: “La Historia es una olvidada noche de insomnio. La Historia y el temor primigenio son siempre nuestro origen, porque el destino de la poesía es enamorarse del mundo, a pesar de la Historia”.*
¿Cómo no sentir ante ellas (las palabras de Walcott) el drama y la contradicción que todo aquel que emprende la aventura poética adopta como conclusión inevitable, impregnada de toda la fuerza de su veracidad? Bastaría con apenas asomarse a la vida de François Villon, tan sólo leer algunos pasajes de Una temporada en el infierno o simplemente recordar el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. ¿Y olvidaríamos a Georg Trakl y a Apollinaire, ambos marcados por el desenfreno bélico de sus días? ¿No fue ese el dolor individual e histórico de César Vallejo? ¿Acaso no supo Whitman de esos desencuentros de historia y poesía, aunque quiso aunarlas? ¿No fue ese el abismo por el que se precipitó la cordura de Hölderlin? Pero de poco servirán las enumeraciones, aunque digan mucho. Tal vez sea suficiente opinar sobre nuestra época, en la que, por cierto, el azote de la economía y el culto al progreso infinito tornan más comprometida la situación de la poesía y de sus aislados amanuenses.
La sucesión de conquistas de la inteligencia y de ruinas espirituales, debidas a la alianza entre la técnica y la política, pretenden no dejar espacio para todo aquello que no sea la fascinación por los artilugios relucientes y de pronta obsolescencia. No pocas veces la vida misma parece ínfima, mercancía de poco valor, ante el pujo humano por alcanzar fronteras y rebasarlas, sin descanso, sin límites y con insaciable afán. ¿Cómo pretender que la poesía sea un bien o una aspiración común si ya el asombro (o la capacidad de asombrarnos) se reduce al incesante interés por las maravillas de la técnica y los privilegios que otorga el poder en sus diversas pero unidimensionales formas? Por eso, no era para extrañarnos cuando apareció un escribiente de los poderes económicos y militares dominantes declarando el fin de la Historia; sí, esa misma Historia que Walcott sintió inevitable y pese a la cual la poesía se enamora del mundo. Hoy, el optimismo de aquel escribiente ni siquiera resulta risible; cuando mucho, sólo debería provocar un rictus condescendiente. En su momento, se sumaron en apresurada alharaca, como siempre, los infaltables epígonos de todo el mundo, permanentes ansiosos para adherirse a una tendencia de moda.
En 1990, dijo Octavio Paz ante la Academia Sueca: “La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona”. Pero ya sabemos que el mundo no escucha a los poetas. De todos modos, ¿de dónde salieron tanto barullo triunfalista y tantas fanfarrias por el fin de la Historia? Obviamente de quienes quieren llevar el mundo a su antojo; ya no sólo la economía, sino las ideas, los pensamientos, los sentimientos y las conciencias. Y aún me consuela presumir que no lo lograrán. No será fácil mientras en cualquier parte de este planeta enloquecido arda la llama de la poesía, así como en la ficción de Bradbury (Fahrenheit 451) los libros, todos proscritos, sobreviven en la memoria de algunos seres humanos. Ese es un legado y más que eso: es una condición indestructible. Así lo dijo Faulkner y lo repitió García Márquez, ambos, también, ante la Academia Sueca.
El capitalismo reinante y el socialismo anunciado por algunos, con mucha insistencia hoy desde América Latina, son sistemas totalitarios porque, en esencia, no aceptan la libertad o autonomía del individuo, por más que éste demuestre su voluntad y capacidad para colaborar y asimilarse a la experiencia de proyectos colectivos. Los dos sistemas procuran, aunque lo disfracen sus proclamas y sus constituciones, que ningún hijo de vecino sea quien quiere ser ni haga carne y espíritu lo que Tales de Mileto, primero, y después Jesús de Nazareth, predicaron: “No hagas a otro lo que no quieres que a ti te hagan”. Sin esa tensión necesaria y predestinada entre el individuo y las masas uniformes el mundo de seguro sería un Paraíso; claro, sería el reino de los bostezos que, por abundantes, no competirían entre sí. En cambio, la poesía, cuyo tiempo nunca y siempre es, florece y se desparrama en la diversidad, en las contradicciones y en las oposiciones, y se asoma en todo horizonte que amenace con desaparecerla de la faz de la Tierra.
Para Saint John Perse “el poeta existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas; pues es parte irreductible de lo humano”. Mientras tanto no faltarán paredes ni páginas, incluidas las de Internet, en las que el espíritu pueda expresarse: eso sí, el espíritu, no quienes pretenden sustituirlo con la hipócrita intención de disensos benevolentes, hoy proliferantes en todas las sociedades. No podemos negarnos a reconocer la abundancia de los que queriendo dar certidumbres sólo consiguen agrandar los desconciertos. ¿Cómo pueden los atesoradores de poder (y adoradores del poder) tropezar, sin molestias ni dudas, cuando no las esquivan, con frases lacerantes como éstas: “El poeta puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco asequibles de la sabiduría política, sugiere como primera conclusión, que el poeta sólo puede hablar en tiempo de anarquía. La resistencia es una certeza moral, no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a alguien. Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una escritura profética” (Quasimodo).
De ninguna manera se trata de propiciar o ejercer la rebeldía, más bien en el mundo hay demasiados rebeldes: algunos armados; otros disfrazados con el atuendo de cantantes estrafalarios; otros despotricando de sus rivales políticos... La lista es larga y no vale la pena ni viene al caso seguir nombrándolos. El asunto es sencillo, aunque por ello no deja de ser inquietante y profundo: los poetas, escriban o no, tienen que seguir siendo poetas, sean cuales fueren las convulsiones históricas que les toque vivir. Un buen ejemplo de esa “resistencia” de la poesía, de los poetas, es la Danza de la muerte castellana y también las Coplas de Mingo Revulgo y las Coplas del Provincial, y podrían darse más ejemplos. En todo caso, el poeta no puede (y me atrevo a decir que tampoco debería pretenderlo) vivir al margen de la Historia; de hecho, muchas veces su alimento, su único alimento, es la Historia y de nada valen los esfuerzos desmedidos de algunos por sólo labrar poesía de puro presente. Sería necesario despojarla de su intenso humanismo, de su mirada agradecida, de sus palabras y gestos celebrantes para no afirmar junto con Neruda: “Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos”.
En nuestros días, la advertencia de Neruda se ha hecho imposición, entre otras y muchísimas razones, porque la novela como género más dúctil y conveniente para el mercado deja a la poesía aun más rezagada, arrumada entre los trastos que el progreso y la globalización arrojan al basurero. Si la poesía en la palabra escrita logra abrirse paso en la ficción de las novelas, no hay duda de que lo consigue a duras penas y con escasas posibilidades de conquistar a la mayoría de los compradores de libros, aun cuando algunos cálculos y cifras permitan alentar cualquier esperanza al respecto. Sólo cuando la novela rebasa el límite de su función recreativa y supera la tentación de tratar sólo temas de moda o que por su naturaleza llaman fácilmente la atención del gran público, su código apuntará a otras realidades oportunamente obviadas (por los medios de comunicación, los políticos y los intelectuales) o simplemente reprimidas por el común de los mortales. Pero la trampa está armada y no es fácil caer en cuenta de ello, sobre todo si arrecia entre quienes escriben el regusto por la notoriedad y los aplausos. El éxito literario también tiene sus fórmulas, con o sin clichés.
La poesía que aquí se procura destacar, sea cual fuere el género literario en que aparezca, es aquella que, según Burckhardt, “aporta más que la historia al conocimiento de lo que es la humanidad”. Y a ella, insiste, la historia tiene que agradecerle “el conocimiento de lo que es la humanidad en general” y “los ricos elementos que le da para comprender las épocas y las naciones”.** No me refiero, y salgo al paso a la confusión, al abuso contemporáneo de la “novela histórica”, subgénero que en muchos casos ha servido para tergiversar la historia o para ofrecer una visión parcializada de alguna época y otras veces para infamar o exaltar a algún personaje o alguna clase social o algún grupo político. La poesía, en todo caso, ve lo imperecedero en medio de la Historia, por decirlo de alguna manera. En algunos casos, tal vez más de lo que comúnmente se piensa, adquiere su compromiso histórico para luchar solitaria y desoída contra los desastres que suelen acaecer durante y después del apogeo de la literatura propagandística que anuncia regímenes mesiánicos, los defiende (a cambio de dinero, cargos y privilegios) cuando se instauran y con ellos muere y queda en la historia como un sabor amargo en el paladar. Me aventuro a asegurar que la poesía, cuando lo es de verdad, es inevitablemente disidente: no se enamora del éxito o triunfo de cualquier índole; no se regodea en el fracaso, aunque lo padezca; por más que se intente, no está hecha para ser recibida con aplausos en los palacios de gobierno; menos todavía debe condenarse a su forma épica, ya superada y sustituida por la novela. Por algo Saint John Perse afirmó para siempre: “Y ya es bastante, para el poeta, ser la mala conciencia de su tiempo”.
A la interpretación interesada o errónea de palabras como ésas se debe la confusión entre responsabilidad, o compromiso, y militancia. Así sea muy elaborada y llamativa, no puede ser la poesía vocera de partidos ni de gobierno alguno: semejante creencia sólo es posible en sociedades adoctrinadas y fanáticas. Es de por sí la poesía voz discorde, incluso respuesta artificiosa o rayana al panfleto cuando toda forma de opresión y de fuerzas uniformadoras pretenden anular las contradicciones ínsitas del ser humano. Es inmedible el espacio y permanente el tiempo de la poesía; es incesante su combate contra las tendencias avasallantes que procuran neutralizarla, abierta o subrepticiamente. Se baña en las aguas de la Historia, toca el fondo de sus cauces y cuando sale a tomar aire sus bocas disconformes dejan el legado, su único propósito y su razón de ser. Si alguien desinteresado escucha sus palabras y se detiene y se estremece, luego las lleva consigo y las repite y las acaricia en su memoria, y corren por sus venas como su propia sangre; puede decirse, entonces, que la poesía ha “hecho su trabajo”, ha cumplido en las honduras renegadas del ser humano. Ese alguien, ese individuo, sabrá que “la Historia es una olvidada noche de insomnio” y difícilmente se comprometerá con redentores urgentes, y de asistir al mercado de los credos y las salvaciones, podrá sonreír con la benevolencia de un moribundo satisfecho.
Nunca serán suficientes la arrogancia del olvido, ni los brazos armados de los dogmas, ni las incesantes seducciones de la técnica, ni las profusas parrafadas de la demagogia para sacar a la poesía del corazón del ser humano y condenarla a los arrabales de la Historia, porque aun en las peores pesadillas de ésta, encontrará voces doctas o ignorantes para advertir de su presencia en todos los tiempos y presentarse con el ropaje que encuentre en la soledad y el silencio de quienes lleguen a dar con ella, al margen de las fraseologías dominantes y el ciego progreso.
 Notas * Esta y las siguientes citas de escritores y poetas que han recibido el Premio Nobel de Literatura las he tomado de: Discursos Premio Nobel, Colección Los Conjurados, Volumen 1, Común Presencia Editores, Bogotá, 2003.
*Poeta y narrador venezolano, cuyas crónicas, ensayos y reportajes son publicados permanentemente en diversos medios de su país y el exterior.

BESTIARIO

Los artistas Eduardo Emilio Esparza Mejía y Alberto Blandón Shiller, acaban de publicar bajo el sello Ediciones Carángano este nuevo título que contiene grabados y textos lúdicos para el deleite de todos los públicos.


                                              

HABLEMOS DE CINE



Por Omar Ardila*


LA DISTOPÍA EN LA REFLEXIÓN DE OSCAR CAMPO

En el trabajo experimental de Oscar Campo El proyecto del diablo (1999), se transita por la desnudez envolvente del monólogo que no le teme a pasar de lo onírico a la vigilia en un mismo acto. El personaje que nos cuenta su historia es presa de un sueño que le genera pánico y lágrimas al ver cómo unos tipos lo matan y lo lanzan al río Cauca. Dicho personaje, que puede ser apenas un recorte de periódico deambulando por algún charco de la calle o un cuerpo roto que nos enseña sus heridas y sus múltiples tonalidades, nos plantea de entrada una distópica pregunta: ¿Es la cloaca nuestra casa? ¿Es nuestro destino, la vida en un basurero, en medio de cucarachas y de virus mutantes? Más arriesgado y provocador no podría ser el punto de partida de este arriesgado film.
El director, en efecto, sabe de la potencia de la imagen en “la sociedad del espectáculo”, aquella que promueve un tipo de imagen que es, justamente, aquello que no vemos; que se corresponde con la lógica del capitalismo, verificando, garantizando y reafirmando lo ya determinado, lo ya producido. Por su parte, la apuesta de Oscar Campo es por hacer énfasis en eso que no queremos ver, luego de corroborar que “las cosas podrían ser peor” y que “el maldito acecha”.
Recordemos que para filósofos como Gilles Deleuze o Stanley Cavell, el cine primero que ser “arte” es “pensamiento”, y por eso, antes que concentrarse en la estética se preocuparon por el pensamiento que el cine generaba. Más aún, por el vínculo que la estética configuraba con la política, con las preocupaciones del siglo XX, en principio. En un sentido similar, Campo nos lleva a pensar con su ensayo experimental un referente de identidad que se configuró desde lo regional en un año específico: Cali, 1956. El personaje se define como “un cáncer del 56” que “viene de mala sangre” y que “tiene la sangre caliente”.

Recurriendo a documentos de archivo (periódicos que exhiben las tragedias) y al entrelazamiento del fuego con los cuerpos orgiásticos y los sonidos electrónicos, se establece un ritmo vertiginoso, a veces cortado por encerramientos de algunos planos que expresan el ensimismamiento del contradictorio y sentencioso personaje. Su relato nos lleva por distintos momentos que dejaron huella en la historia personal. En el 68 fue la apertura: de la ciencia en el colegio a la química en la universidad para preparar explosivos y encabezar las marchas. En ese momento todo era diversión y fácilmente se acogían los sueños colectivistas, que luego trajeron su propio desencanto con “fórmulas del miedo a la vida… del odio a la vida”. La explosiva lectura de Bukowski y Deleuze, combinada con el bazuco y los barbitúricos hicieron que “todo se fuera a la mierda” y que se le despertara la pasión por los antros y por enmendar la realidad: “destruirlo todo para cambiarlo todo”. Es así como en los setenta, deja atrás las ideas arcaicas de Dios y de la moral para llegar a ser parte de una “hermandad libertaria” que fabrica drogas en el Chocó. En ese lugar todos están infectados con el virus B 3 que causa frenesí sexual y la muerte en medio de convulsiones eróticas. Paradójicamente, con este virus se llega a la inmortalidad. Se vive hasta los 30 años y se muere asfixiado frente a una pareja que esté copulando para que el espíritu del engendrado reciba el ánima del moribundo. En los años ochenta se entrega al sueño americano, llega a los suburbios de Nueva York y en el 84 conoce las cárceles por traficar drogas. Allí pasó 12 años y luego regresa otra vez a Cali, donde todo lo encuentra muy cambiado debido a la efervescencia por el dinero del narcotráfico (¿la nueva identidad nacional?). Entonces, se vincula con una oficina de sicarios, y allí de nuevo recibe el llamado del maldito, aunque éste ya estaba agotado, perturbado y no creía mucho en su proyecto. Estando en esa nueva situación es cuando se vuelve realidad el sueño del comienzo: dos tiros y al río Cauca para luego despertar en un basurero y cerrar la elipsis narrativa.

Sin duda, Oscar Campo nos propone una poesía que se ubica más allá del abismo, en el infierno. En ella se honra al señor de las abominaciones y se lucha contra los señores que gobiernan desde Roma hasta la Casa Blanca, pero también contra Lucifer, que ama al hombre de la tierra y busca crear paraísos industriales o sea basureros de desechos.
La identidad nacional es “una colección de tragedias”, cuyos principales causantes son los cerebros de una generación que dizque “buscaban un mejor futuro para la sociedad” y nos dejaron sin horizonte distinto al del maldito que nos espía desde cualquier lugar. Una de las sentencias finales del filme es sumamente reveladora: “nada mejor que la podredumbre para una joven forma de vida que quiere abrirse campo a como dé lugar… lo pujante y lo reluciente es lo que mejor se congratula con la mierda”.
* Omar Ardila Murcia. Poeta, ensayista y analista cinematográfico. Ha publicado: Alas del viaje en un instante (2005), Palabras de cine (2006), Corazón de Otoño (2010), Espejos de niebla (2012), Antología de poesía anarquista –Tomos I y II (2013), Cartografías cinematográficas (2013), Esquizoanálisis y pensamiento libertario (2015), Devenires menores (2015) Luces sobre las piedras (2016), y Las cinco letras del DeseoAntología latinoamericana de poesía homoafectiva del siglo XX (2016). Es creador de los blogs: Cine Sentido y Pensar, crear, resistir.

CAJA DE PANDORA, UN PERIPLO DE TINTA POR BOGOTÁ


Caja de Pandora, del autor bogotano Mauricio Palomo Riaño (1982) es una colección de cuentos publicada por Senderos Editores, ejemplar inspirado en la ciudad de Bogotá desde una visión podría llamarse poético-intelectual, obteniéndose diversos conceptos de la ciudad en cada letra. El libro delimita una urbe que sus personajes caminan atravesados de lirismo y excesiva auto ficción, debatiéndose entre la intención de decir la verdad y entre romanzas promesas redentoras que carecen de futuro. No obstante, su lectura sugiere un exquisito viaje literario, que goza en sus trece relatos del juego bien manejado para con las categorías adecuadas a las voces de los sujetos que hilvanan las historias, sucesos concebidos en el lenguaje popular de la ciudad, de virtuosos diálogos, o bien, sucesos manejados por un narrador en primera persona que ambienta de manera fiel los escenarios característicos que con cuidada pericia el autor nos propone. Una serie de personajes que se asumen la vida y su peregrinaje diario como una noble tragedia. El hombre albino, víctima de una tradicional barbarie africana somete a su posible defensor al escondite del miedo. La historia real de un asesino en serie, un sin techo, revela los muertos por los que la ciudad de Bogotá estira sus calles y peina sus viejos andenes de pasos tantos, que al coincidir no se procuran reconocer. El poeta filantrópico, hijo de la calle, regresa a la tumba de su amada, para soltarle declaraciones que, aleado en la desolación que causa en las almas, componen la esencia de su galanteo, dueño de la firmeza que cree conseguida tras la victoria de cada última musa que seguirá extirpándole a las otras. Tres amigos mangan ejemplares plenos de causa, a mano armada en una librería de la ciudad, acontecimiento utópico que propone de manera cálida inventar, o invitar al lector a que sucumba por la literatura. Luego una batalla campal entre hinchas de diferentes colores evoca el recuerdo trabajado por imágenes que agarran al lector por el cuello de la camisa, para postrarlo finalmente en un altar desde donde pueda mirarse el interior. Desde allí, el viaje se presenta al tiempo que no es tiempo y que crea la mitología griega, la fuerza que arrastra al poeta una vez más a alucinados encuentros con la Luna, ritos repetidos de oraciones báquicas. Seguido, el libro nos dibuja los pasos de hombres  influenciados por el opio, que entregan vida a los cuerpos que entre las calles nocturnas de la ciudad ofrecen sus favores sexuales; hombres que descubren los rayos del sol inclemente que trae la siempre nueva trasformación que sufre la ciudad, con sus cambios de luces inflexibles, luces que nos arrojan a la cotidianidad de personajes como el reparador de electrodomésticos, que entabla amistad con uno de sus clientes: el anciano jubilado preocupado por el otro, como ese alivio apto para los habitantes de la Bogotá trágica de Caja de Pandora. Los compañeros estudiantes de música se deleitan bajo los efectos del opio y de sus bandas de rock preferidas, ocio que los abstrae de la mugre hermosa de la ciudad y que les brinda alegrías de vez en cuando momentáneas. Luego, un policía de elevado rango en la jerarquía militar de la institución supera con éxito su misión, pero es derrocado de su pedestal por un marginado aspirante a escritor que, como es natural, le atraviesa el cerebro con el poder de sus palabras. Todo termina en el hombre enfrentado al miedo de sobrevivir con su cuerpo como única cuña que le sostiene la vida. De modo que Bogotá en Caja de Pandora escupe la puerta abierta a sus personajes que atraviesan un sino de lumbre tras cada desplome de oscuridad. Cada uno de estos habitantes de la ciudad conforman el concepto de ella, y se plantean un éxodo diario por la supervivencia de manera esquiva. La etiopatogenia que el autor revela como una posible causa de la ceguera impostada del que vive en la ciudad. Una constante lucha intelectual de la que el escritor latinoamericano se ve ungido, hastiado de laberínticas historias que deben ser contadas por un rostro que respira y siente en carne propia la tragedia, pues no se asoman cordilleras, cimas o pirámides que vislumbren nociones que puedan ilustrar el paso del tiempo como testigo de la humanidad de geografías como Bogotá, cuando la muerte y el librarse de su halo, se presenta ante los ojos de los habitantes como la línea del horizonte que divide la tierra del cielo. Un libro que recomiendo, no apto para melancólicos, idóneo, de “¡Gente verdadera!”.

Anell Marte.
Berga. Barcelona.


METAPHYSICA

La abstracción de lo bello
escapa a todas las polémicas
de los filósofos.
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Gaston  Bachelard

(De: El aire y los sueños)
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