No. 486, Nuestros autores (4)

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Descripción: ConfabulaCabezoteActual

FUNDADORES: Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio. DIRECTORA: Amparo Osorio. COMITÉ EDITORIAL: Iván Beltrán Castillo, Fabio Jurado Valencia, Marco Antonio Garzón, Carlos Fajardo. CONFABULADORES: Fernando Maldonado, Gabriel Arturo Castro, Guillermo Bustamante Zamudio, Fabio Martínez, Javier Osuna, Sergio Gama, Mauricio Díaz. EN EL EXTERIOR: Alfredo Fressia (Brasil); Armando Rodríguez Ballesteros, Osvaldo Sauma (Costa Rica). Antonio Correa, Iván Oñate (Ecuador); Rodolfo Häsler (España); Luis Rafael Gálvez, Martha Cecilia Rivera (Estados Unidos); Jorge Torres, Jorge Nájar, Efer Arocha (Francia); Marta L. Canfield, Gabriel Impaglione (Italia); Marco Antonio Campos, José Ángel Leyva (México); Renato Sandoval (Perú); Luis Bravo (Uruguay); Luis Alejandro Contreras, Benito Mieses, Adalber Salas (Venezuela);
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NUESTROS AUTORES


Durante las próximas entregas publicaremos un avance de algunos de nuestros autores que estarán presentes en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, Abril 17 a Mayo 3 (2018). 
Común Presencia Editores
Colección Internacional de Literatura Los Conjurados. Pabellón 3, Piso 1º. Stand 133

Descripción: Francisco Delgado-ultima foto  

Dedo del Corazón
Con cinco dedos abrí caminos,
Con cuatro aré en las tierras de tu jardín,
Con tres peiné los lamentos,
Con dos pinté mil universos en tu mente,
Con uno te dije adiós.
Mon amour
Montaña de canela y caña,
noche rebelde de diamantes negros,
gavilán que sobrevuela al encantamiento
hasta el día de la cacería metálica.
Tierra y sangre desesperada,
afán de dos que no lograron ser uno,
canción de una guerrera inmortal,
humo seco en un lugar ajeno.
Semidiós
Despierta en el lugar desconocido,
cuestionando el envase en que navega.

Creador constante de la curva blanca,
inentendible, ermitaño de sí.

Sospecha de su origen y lo divulga
a la interpretación errada de los mortales.

Es fuego blanco que se adorna de sangre azul,
que medita entre diamantes de luna nueva,
con agujas de algodón clavadas en el pecho.
Es carruaje pulposo en cuevas deshonestas,
no es camino de salvación, es oro punzante,
es filamento de aullidos fúnebres,
es la canción violenta que se disfraza en un poema.
Viajero
El hombre de blanco,
el que observa por un triángulo
el pasado azul y verde.

El hombre de blanco,
el que llegó a la nívea amante
el día en que no sabía lo que hacía.

El hombre de blanco,
el que observa por un triángulo
la conquista de lo que no le pertenece.
Y al final
A mi mala memoria le pido
que en mi agonía fúnebre
me extienda la métrica
para declamar los versos de
un poeta enlagunado
que tiene mi rostro
pero no me recuerda.

MARTHA CECILIA RIVERA*

  Descripción: martica
II
Con desgano, Rebeca atravesó la playa en dirección hacia la carpa que compartía con Manuel Hidalgo, su esposo. Sin prisa. Presintió lujuria en el golpear furibundo de las olas, no solo por las oscilaciones y los movimientos, sino sobre todo por una cierta tensión del tiempo previo al choque con la arena, por la fuerza interna del agua, y por la sensación posterior de calma laxa. Descalza, no notó ninguna impresión caliente en las plantas de sus pies a pesar de que la arena ardía. Su larga falda blanca, delgada, se pegó a sus piernas y realzó sus muslos largos. Su blusa, en exceso breve, cautivó miradas que la hicieron sentirse soberana. Su piel de color claro, templada, turgente, desprendió esas gotas de sudor de hembra que circula a veces por el aire, alcanza los órganos de los sentidos masculinos y los perturba, los activa, los hostiga y los posee. Se gustó a sí misma. Comparó su estampa con la de otras mujeres en la playa y la encontró superior, perfecta. Mundana. Se enorgulleció de su propia imagen, de su belleza, de su ubicación en la vida, su matrimonio perfecto y su existencia plena. Saboreó el poder insobornable de su edad, ya antigua en el placer que trae la vida aunque todavía lo bastante joven para procurarlo a otros. También para apurarlo cada vez como agua fresca. Sus enormes ojos negros parecieron fijos en la arena inmensa aunque en realidad midieron la admiración que despertó a su paso. Su pecho ascendió, rebosado. De repente, un susurro se enredó en su pelo. Tenue. Suave. Tan imperceptible que en menos de un instante se desvaneció en el aire. Pensó que lo había imaginado y siguió caminando, despacio. De nuevo sintió que algo se enredó en su cabello, semejante a una especie de aleteo amorfo, negro, fuerte, espeso, que no desapareció en esta ocasión como antes. Se detuvo en seco y meneó la cabeza pero el aleteo continuó, insistente. Inquieta, elevó sus brazos y los agitó con movimiento de aspas en busca de un ave. Los bajó con parsimonia. Los levantó de nuevo. No encontró nada: ni pájaros, ni alas, ni siquiera insectos de tamaño grande. Introdujo ahora sus dedos entre su cabello y por un instante casi creyó haber rozado algo. Casi. Tironeó un poco, sin resultados. Nada voló en frente suyo, ni a su lado, ni encima ni entre los mechones de su pelo. Si el aleteo se produjo en realidad, se extinguió de prisa. Continuó su andar y llamó a Manuel a gritos pero el sonido que surgió desde sus labios no sonó como el suyo propio sino como el de alguien más, alguien ajeno. Repitió cada vocablo para escuchar su voz, con lentitud y en un tono bajo, y de nuevo percibió un acento diferente, agudo, extraño. Se estremeció. Incomprensible, el semblante amarillo y seco de una mujer vieja ocupó su mente durante un segundo y se desvaneció enseguida. Alcanzó a entrever, no obstante, una especie de sombrero negro. Parpadeó con fuerza y aceleró su paso. Una sensación de urgencia repentina empujó sus pensamientos hasta ese lugar inaccesible en donde el impulso atrapa a la mente y la domina. Nerviosa, se sintió impelida a mirar hacia los lados y hacia atrás, mientras sus pisadas se volvieron saltos raudos para acortar cuanto antes la distancia. Al llegar hasta su carpa, sin embargo, recibió un impacto que pareció congelar el tiempo y desviar el espacio. Su respiración se cortó casi por completo y olvidó el aleteo en su cabello. Tampoco pensó ya más en que su voz sonó distinta ni en el rostro amarillo abajo del sombrero negro. Su sudor dejó de correr en gotas ralas y se convirtió en cascada. Sus labios temblaron.

Manuel se encontraba en cuclillas en la arena. Un pañuelo de color verde papagayo cubría su cabeza de la forma como acostumbran a usar sus pañoletas las ancianas rezanderas en las iglesias. Su espalda encorvada sobre el resto de su cuerpo formó un ángulo estrecho con sus piernas y ocultó su traje de baño. Pareció estar desnudo por completo. Sus rodillas, flexionadas, mostraron el tono blanco de las coyunturas que han perdido irrigación de sangre después de permanecer dobladas por un largo rato. Los dedos de sus pies, tiesos y encorvados, parecieron garfios. Su cabeza inclinada, con su quijada clavada en el centro de su cuello y su frente paralela a la arena blanca, semejó el pico de un ave gigantesca. Lo peor fueron sus brazos. Extendidos hacia lado y lado en forma de alas desplegadas, permanecieron suspendidos en el aire, rígidos, contrarios a las leyes de la atracción del suelo, horizontales. El dedo meñique de cada una de las manos se ocultó debajo del pulgar, y los tres dedos restantes, extendidos y separados entre sí, recordaron la forma de unas garras. Rebeca se aproximó con ruido pero Manuel no pareció escucharla. No se incorporó ni movió sus manos. No levantó su cabeza, siquiera, ni abrió sus ojos, ni extendió los dedos de sus pies, ni habló ni respiró más fuerte. Asustada, balbuceó su nombre otra vez, en un tono bajo, sin obtener respuesta. Tampoco la obtuvo cuando lo llamó de nuevo con un grito. Se acercó aún otro poco y descubrió con pasmo que a pesar de su postura absurda Manuel estaba profundamente dormido. Su sueño, sereno aunque imperfecto. Su pecho inmóvil careció del movimiento leve que indica una respiración profunda. Su epidermis demasiado lisa, pegada a los huesos, semejó una tela vieja. Su cuerpo agarrotado, rígido, pareció encontrarse en estado de catatonia. O muerto. Lo tocó en el hombro de una forma leve que no logró despertarlo y en cambio, una baba blanca resbaló desde los labios tiesos. Lo zarandeó con fuerza ahora pero él no reaccionó ni se inmutó ni nada, y permaneció sin movimiento, congelado. Una melodía alegre que irrumpió en el aire, intempestiva, la distrajo. En instantes, un grupo de músicos entró en la playa. Vibrante, se escuchó un acorde festivo. Unos tambores resonaron, poderosos. Un acordeón produjo una cadencia larga. Un hombre arrugado, pequeño, agitó unas maracas y caminó adelante de la banda. Varios niños la persiguieron y la acompañaron con golpes de ramas de caña. Los adolescentes se mecieron al mismo ritmo y los hombres se incorporaron y gritaron interjecciones. La arena entera se sacudió al paso de los sonidos que poblaron el aire. El grupo musical se detuvo cerca de la carpa de Rebeca. Sin pausas, emprendió enseguida un son antiguo, uno de esos que parecen un himno a la patria y que resuenan alegres aunque llenos de añoranzas. Impregnó el alma vibrante de la playa con ese ritmo irrepetible del Caribe, único que canta a la tristeza al tiempo que obliga a bailar con alegría y esperanza. Desde los extremos de la playa, personas de toda edad se aproximaron. Un joven arrebató una maraca a un músico, la sacudió y blandió un sombrero de paja. Como en obediencia a una consigna, la gente se entregó de inmediato al baile. Con los brazos en el aire, mujeres y hombres palmotearon, se agitaron, movieron las caderas a un tiempo, a dos tiempos y un compás, a dos compases y un tiempo, en un delirio contaminante. Pecadores y niños, huérfanos y padres, ricos y feos, bailaron. Inesperada, la cercanía de la banda y del baile cayó como un aguacero de vergüenza encima de Rebeca. Abundante, frío. Cada movimiento de cadera pareció un escarnio a la inmovilidad de Manuel y a su postura inerme. Cada grito de alegría se estrelló contra el silencio de su pico de ave. Cada acorde de la banda hizo eco a su soledad de ser la única mujer con un esposo vivo convertido en estatua. O en cadáver. Cientos de pares de ojos parecieron observar con compasión sus esfuerzos por despertarlo. Las mujeres levantaron al bailar sus codos para imitar los brazos de Manuel, desplegados como alas, mientras los adolescentes flexionaron como él sus rodillas. La humillación la sofocó y la obligó a acercarse a los danzantes y a bailar con ellos. Su cuerpo se sacudió sin armonía. Sus pies se adhirieron a la arena, y se desprendieron enseguida, en secuencias de saltos pequeños, giros completos y giros intermedios. Sus brazos volaron libres por momentos y enseguida empuñaron sus puños cerrados con vehemencia. Frenética, inquieta, discordante, la suya no fue una danza feliz ni fácil. La algazara del corrillo se extendió en más canciones y mayor algarabía. Hasta las vendedoras de la playa se contagiaron de la euforia colectiva, y bailaron mientras sujetaron con sus manos sus enormes palanganas repletas de fruta encima de sus cabezas. La playa se transformó en una fiesta inmensa llena de canciones sucesivas que no perturbaron, sin embargo, a Manuel Hidalgo. Convertido en una piedra, continuó impasible. Petrificado. Ajeno. Dormido. De repente, la banda entonó una balada sobre un hombre enamorado de una mujer morena y Manuel, intempestivo, se incorporó, dio un salto hacia adelante y se unió al baile. Casi desarticulados, sus brazos giraron como remolinos al compás de la canción, y sus piernas largas se alternaron para patear la arena. Abrió su boca de un modo exagerado y coreó a los músicos con entusiasmo. “Yo adoro a mi negrita prohibida, a su amor pecaminoso yo lo adoro”, bramó varias veces. Como un estandarte, el pañuelo verde sobresalió por encima de todas las cabezas y forzó a las miradas a seguirlo. El aliento de Rebeca se cortó del todo. Aterrada y confusa, persiguió con pupilas desmesuradas la danza de marioneta incoherente que ejecutó su esposo. Dejó de bailar y experimentó el impulso absurdo de cubrirlo con una toalla de playa pero se contuvo. Manuel repitió el estribillo con un tono de voz conmovido, sincero, semejante al de una declaración romántica y Rebeca presintió, adolorida, que su canto iba dirigido a una mujer que no era ella. Sin palabras, una voz dijo de pronto que Manuel Hidalgo se había enamorado de una mujer trigueña. Otra voz altisonante anunció que había insectos en la cama. Rebeca saltó para esquivar el golpe de una ola enorme, elevó sus manos con la intención inexplicable de atrapar algún sonido, se agachó y cayó en la arena.

Martha Cecilia Rivera, Escritora y ensayista colombiana radicada en Chicago. En 2018 la editorial Ars Comunis, de Estados Unidos, publicó su más reciente novela La fatalidad de la gallina

ETERNIDAD VISIBLE DE MARÍA CLARA GONZÁLEZ

Descripción: ConjuMaríaClara

FRANCIS MESTRIES BENQUET*

Eternidad Visible es un gran poema espiritual, que habla de una desgarradura interior y una reconstrucción del Ser íntimo de la poeta a través de la unión con un Ser supremo, una transfiguración y transmutación del Yo poético luego de una historia de ausencia, desamor y enajenación. Transmite una experiencia existencial profunda, de éxtasis sin religión, de espiritualidad sin misticismo. Es la historia de una travesía del desierto y del despegue a una nueva vida tras una muda de piel, un desprendimiento de viejos afectos y añejas rutinas. Una resurrección anímica después de una etapa de disolución del Yo en el universo, y de emergencia de un nuevo Ser liberado, más sereno y sabio, más autónomo y ligero, como la garza que sabe fluir con el aire y volar contra la corriente en medio de la tormenta.
Este libro es pura poesía: es un decir no diciendo, balbuceando (cf. San Juan de la Cruz), un saber no sabiendo, un conocimiento inocente, primigenio de la vida. Y es un canto, o mejor un cántico, con su armonía interior y su ritmo pausado o sincopado, pautado por estrofas breves y versos condensados, que burilan sobre la página una arquitectura visual, casi un caligrama.
Es difícil salir indemne de su lectura, porque la emoción es su materia, decantada por una reflexión serena que solo un viaje iniciático por su vida interior puede madurar en la poeta, dueña de un estilo muy personal donde más que de personificación de la garza, se trata de identificación con ella, de "garcización" del yo poético.

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Poeta y profesor Licenciado en lengua y Literatura Española, Universidad París III-Sorbona, Francia, 1972. Maestría en Letras y Civilización Latinoamericana de la misma Universidad, 1974. Licenciado en Sociología y en Psicología Universidad de París VIII, 1972 y 1973. Profesor titular en Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, México, D.F.

METAPHYSICA

Hay otro mundo,
escondido en este.
Nosotros lo sabemos al crepúsculo

Roger Munier

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CARTAS DE LOS LECTORES

CONFABULADOS: Excelente el artículo de Omar Ardila en su Tercera Parte sobre las Vanguardias cinematográficas. Cocteau es quizá el más poético de todos los directores franceses y este ensayo lo reafirma. Arturo Sanclemente

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AMIGOS CONFABULADOS: Interesante el comentario de Hernando Urrutia Entre el Chisme y la Verdad. Lástima que lo hubiera enfocado sólo a lo político, porque el chisme es una de las peores condiciones de nuestro pueblo, y se denigra de manera infame contra quienes no están de nuestra parte ni ejercen el servilismo a que muchos están acostumbrados. Pablo Iván López

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QUERIDOS CONFABULADOS: Inquietantes y muy interesantes los poemas publicados del poeta nariñense Aléxis Uscátegui. Felicitaciones a ustedes por su difusión y al poeta por ese nuevo libro. Omar Velasco
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